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¿Y si aún no somos?

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Decimos “Patria” como quien repite un conjuro. La enarbolamos en discursos, la esculpimos en mármol, la invocamos en nombre del orden y el control. Pero quizá ha llegado el momento de preguntarnos con honestidad: ¿qué es la Patria para nosotros, los dominicanos? ¿La habitamos de verdad o sólo la gritamos? ¿Y si, después de tanto repetirla, aún no somos?

Patria, decía Martí, es una comunidad de destino, sufrimiento y esperanza. Pero, ¿qué destino compartimos cuando más de dos millones de dominicanos viven fuera del país? ¿Qué esperanza cultivamos cuando cientos hacen filas cada día frente a los consulados buscando cualquier visa, cualquier escape, cualquier pasaporte extranjero como seguro de vida por si esta isla —simbólica o literalmente— se hunde?

¿Qué clase de comunidad se afirma solo por negación?
¿Qué clase de Patria necesita decir a cada paso lo que no es —no somos africanos, no somos negros, no somos pobres— como si al final sólo quedara una cáscara vacía, sin alma y sin pueblo?

La historia dominicana ha sido una lucha permanente por definir su identidad. Desde que Guacanagarix recibió a los colonizadores con servilismo y Caonabó los enfrentó con fuego, vivimos partidos entre la sumisión y la resistencia.
Nos liberamos de Haití pero nos entregamos a España. Nos proclamamos soberanos mientras alzamos muros contra el pobre y besamos la mano del poderoso.

Y no es casual. Durante generaciones, la voz del pueblo fue suplantada por la visión que de él construyeron sus gobernantes.

Ulises Heureaux, Lilis, lo imaginó como un rebaño ignorante al que había que pastorear con mano dura.
Trujillo lo fabricó a su imagen: disciplinado, agradecido, mestizo, pero sobre todo no haitiano. Inventó un pueblo obediente, racialmente aceptable, al que podía regalarle un puente y cobrarle lealtad.
Y Balaguer, más sofisticado, lo convirtió en objeto estético: lo describió como humilde y noble, pero incapaz de gobernarse a sí mismo. Lo elogió en poemas, mientras lo marginaba de las decisiones fundamentales del poder.

¿Es eso lo que somos?
¿Una ficción construida por el poder? ¿Un pueblo que solo existe como sombra de sus caudillos? ¿Una Patria tejida con silencios, miedo y obediencia?

Juan Bosch lo advirtió con valentía: muchos de nuestros nacionalismos no nacen del amor a lo propio, sino del odio a lo ajeno. Y ese odio, repetido y maquillado de “defensa nacional”, no construye comunidad: construye vacío.

Decimos ser hospitalarios, pero sabemos ser crueles.
Somos alegres, sí, pero también impacientes y desmemoriados.
Hemos aprendido a sobrevivir, pero no siempre a convivir.
¿Será que no hemos llegado a ser? ¿Será que seguimos atrapados entre la negación y la fuga?

Herder hablaba del “alma” de los pueblos. ¿Cuál es la nuestra?
¿Cuál es nuestra visión del mundo, nuestra ética común, nuestro relato compartido?

No basta con decir que somos merengue, playa o mangú.
La Patria no se agota en tópicos turísticos ni en gestos folclóricos.
La Patria verdadera nace cuando asumimos nuestra complejidad y dejamos de escondernos detrás de eslóganes vacíos.

No hay Patria sin autoconocimiento.
No hay Patria sin responsabilidad.
No hay Patria si no nos miramos al espejo y reconocemos nuestras contradicciones, nuestras sombras, nuestras heridas abiertas.
No hay Patria si se persigue al débil y se idolatra al poderoso.

Una Patria no puede fundarse solo en la negación del otro.
Debe afirmarse en la dignidad, en la solidaridad, en la búsqueda colectiva de justicia y bienestar.
En una lengua que abrace, no que humille.
En una historia que reconozca sus sombras y no repita sus errores.
En una comunidad que se cuide, que se ame, que se elija.

Hoy más que nunca, necesitamos afirmarnos.
No como un grito vacío, no como consigna punitiva, no como cerco de exclusión.
Sino como una decisión de futuro: ser una Patria real, viva, digna y compartida.
Una Patria que no sea el lugar del que se huye, sino el hogar al que se quiere volver.

Tal vez, lo más patriótico que podemos hacer hoy, es atrevernos a ser.
Porque todavía —en lo más hondo— no somos del todo.

Pero aún podemos ser.

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