Editorial
El mismo día en que el gobierno dominicano ejecutaba un operativo en la Maternidad de Los Mina para detener mujeres haitianas embarazadas en pleno parto, la Iglesia universal se preparaba para despedir al Papa Francisco, quien un año atrás había denunciado —con la claridad que da la fe encarnada— que repeler a los migrantes es un “pecado grave”.
En lugar de brazos extendidos, hubo militares. En lugar de manos que bendicen, esposas que sujetan. En lugar de compasión, exclusión.
Ese mismo día, quedó aún más claro que la Iglesia dominicana no tendrá voz ni voto en el próximo cónclave. No porque se haya emitido una declaración oficial, sino porque los hechos hablan por sí solos: no hay ningún cardenal dominicano menor de 80 años que pueda participar como elector. El único purpurado del país, el cardenal Nicolás de Jesús López Rodríguez, arzobispo emérito de Santo Domingo, está retirado desde 2016 y supera los 88 años de edad. Su exclusión no es polémica, pero su soledad sí es sintomática.
Hay quienes dirían que la enfermedad y la edad del cardenal Nicolás de Jesús López Rodríguez es la única causa de su ausencia en el próximo cónclave papal. Pero lo cierto es que no hay cardenal dominicano hoy porque no hay testimonio vivo de la Iglesia del Papa Francisco. No se premia con púrpura a quien se aleja de las periferias, a quien administra templos pero calla ante las injusticias. El cardenalato no es un galardón diplomático: es una señal de reconocimiento pastoral, una apuesta eclesial, una profecía. Y nuestra Iglesia ha perdido el rumbo profético.
El Papa Francisco trabajó por una Iglesia “en salida”, una Iglesia que se juegue la vida por los descartados, que llore con los migrantes ahogados en el mar, que denuncie la idolatría del mercado y que abrace, con ternura rebelde, a los últimos de la fila. Lo ha dicho en Laudato si’: la indiferencia mata. Lo ha gritado en Fratelli tutti: nadie se salva solo. Pero la Iglesia dominicana —con notables excepciones— ha elegido la comodidad de la costumbre, el aplauso fácil, la neutralidad funcional.
¿Dónde estaba nuestra voz cuando se expulsaron niños dominicanos por su apellido haitiano? ¿Dónde el grito de los profetas cuando se militarizó la frontera del parto? ¿Dónde la pastoral migratoria cuando se encerró a embarazadas en camiones como si fueran contrabando? ¿Dónde la defensa de la dignidad, cuando la cruz fue cambiada por el carnet?
No hay cardenal dominicano no porque no haya historia, sino porque no hay encarnación. El cardenalato no se hereda por antigüedad ni por tradición: se gana con testimonio, con compromiso, con fuego en el corazón. Y nuestra Iglesia ha preferido la tibieza de la diplomacia clerical.
En vez de asumir la radicalidad del Evangelio, ha preferido el formalismo de la doctrina. En vez de pastores con olor a oveja, hemos tenido príncipes con olor a incienso y protocolo. No se trata de condenar a personas, sino de constatar un modelo eclesial que ha caducado: una Iglesia encerrada en sí misma, temerosa del conflicto, aliada al poder.
Este desierto de representación es un espejo. Nos muestra que no basta con ser la primera diócesis del Nuevo Mundo si no somos también los primeros en defender al que nace sin papeles. No basta con tener la basílica más grande si sus puertas no se abren al migrante, al pobre, al diferente. No basta con levantar altares si olvidamos que el verdadero altar es el cuerpo herido del prójimo.
Cuesta creer que este silencio provenga del mismo lugar donde, hace más de quinientos años, un fraile dominico se atrevió a levantar la voz en nombre de los oprimidos. Fue desde este mismo suelo —Santo Domingo, cuna del cristianismo americano— donde Fray Antonio de Montesinos gritó en 1511: “¿Con qué derecho y con qué justicia tenéis en tan cruel y horrible servidumbre a estos indios?” Ese sermón, que estremeció conciencias y encendió la vocación de Bartolomé de las Casas, nació del Evangelio más radical, ese que se pone del lado del herido, del expulsado, del que llega sin papeles ni privilegios. Hoy, desde esa misma geografía espiritual, la palabra ha sido sustituida por la omisión, y la profecía por el cálculo. ¿Cómo pasamos de ser la voz de los sin voz a cómplices de los sin alma?
Es hora de convertir el silencio en palabra, el miedo en denuncia, la comodidad en servicio. La ausencia de púrpura no debe dolernos por prestigio, sino por conciencia. Porque si no estamos en el cónclave, no es que Roma nos haya olvidado: es que tal vez ya no nos escucha.
Y cuando Roma deja de escucharnos, tal vez es porque nosotros dejamos de escuchar a Cristo en los gritos de los que son detenidos cuando venían a dar a luz.
Ese mismo día, la Conferencia del Episcopado Dominicano emitió un comunicado oficial manifestando su dolor por la muerte del Papa Francisco y recordando su cercanía al pueblo, su humildad y su defensa de los más pobres. Pero el tono fue protocolar, neutral, sin una sola palabra sobre el drama que se estaba desarrollando en los hospitales públicos del país. No hubo una sola línea de repudio, de inquietud, de solidaridad con las mujeres detenidas. Mientras la Iglesia universal lloraba al Papa de los descartados, la Iglesia dominicana guardaba silencio ante la exclusión.
Ese contraste duele. Porque si el Papa Francisco fue un profeta de la misericordia, su legado no puede ser homenajeado con comunicados vacíos. Solo se honra su memoria caminando tras sus huellas. Y ese camino pasa, hoy, por nuestras fronteras internas: las que levantamos en los quirófanos, en los discursos, en los silencios.
Quizá no hay cardenal dominicano hoy, porque el Evangelio, aquí, está esperando aún ser encarnado.