Editorial
El nuevo protocolo migratorio en hospitales públicos revela una preocupante instrumentalización del sistema de salud como herramienta de control. Es un quiebre ético, una amenaza legal y una herida al alma del Estado social.
El lunes 21 de abril de 2025 quedará como una fecha infame en la historia institucional de la República Dominicana.
Fue el primer lunes después del Domingo de Resurrección, el inicio de la primera semana ordinaria luego de haber conmemorado la pasión y resurrección del Hijo de Dios, aquel que se entregó por los más pobres y vulnerables. Y fue justo entonces cuando el Estado dominicano, en una paradoja histórica, decidió iniciar el operativo para detener a mujeres embarazadas en hospitales públicos.
Días antes, la ministra de Interior y Policía había recordado que la Semana Santa era para “conmemorar el sacrificio y la resurrección de Jesús, no para enaltecer el desorden y el ruido”. Pero lo que vino fue mucho más grave que ruido: fue silencio cómplice. Porque en nombre del orden, el gobierno puso en marcha una política que criminaliza la vida donde debería protegerla. Ese día, por disposición del gobierno central, comenzó a implementarse un protocolo migratorio que convierte a 33 hospitales públicos en puntos de vigilancia, clasificación y eventual repatriación de pacientes extranjeros. La medida, anunciada por la Dirección General de Migración (DGM) y respaldada por el Servicio Nacional de Salud (SNS), contempla que inspectores migratorios verifiquen documentos de identidad, cartas de trabajo, pruebas de domicilio y capacidad de pago. Quienes no califiquen, serán atendidos médicamente, y luego, repatriados.
Sí: atendidos y luego deportados.
Esa frialdad burocrática, esa rutina institucionalizada de la exclusión, no es neutra. No es eficiencia. Es crueldad legalizada. Es racismo estructural operativo. Es la normalización de un Estado que, en nombre del orden, comienza a dejar de ser garante de derechos para convertirse en máquina de control.
¿Qué clase de país hace de una sala de parto un puesto fronterizo?
El argumento oficial habla de “orden migratorio” y de “sostenibilidad del sistema hospitalario”. Pero lo que está en juego es mucho más profundo: el sentido ético y jurídico del derecho a la salud. Porque un hospital no es una aduana. Porque la función de un médico no es interrogar, sino curar. Porque no hay diagnóstico que justifique que la nacionalidad de un paciente determine su derecho a vivir.
Lo dijo con claridad el profesor y sociólogo Juan Miguel Pérez en una carta abierta al Colegio Médico Dominicano y a la UASD: “El juramento hipocrático consagra como credo del médico no hacer diferencia entre las vidas humanas”. La medida del gobierno, que entrega a militares y inspectores migratorios la potestad de decidir quién accede al sistema de salud público, es una abominación histórica. Es un quiebre en el contrato moral del Estado. Y es una prueba de fuego para el gremio médico y para las universidades que forman a nuestros profesionales de salud.
¿Cómo explicar a un estudiante de medicina que una mujer embarazada sin papeles no tiene derecho al parto digno? ¿Cómo formar éticamente a una generación de galenos que deberán decidir entre obedecer al Estado o al juramento que los convoca a sanar?
El gobierno intenta matizar la decisión creando un Observatorio de Políticas Migratorias que, en teoría, permitirá la participación ciudadana en el diseño de la política migratoria nacional. Sin embargo, la comisión ejecutiva del Observatorio no incluye a representantes de migrantes ni a organismos de derechos humanos. Está presidida por Miguel Franjul e integrada por sectores empresariales, religiosos y educativos, sin un enfoque garantista ni de restitución de derechos. En términos democráticos, eso no es vigilancia ciudadana: es cooptación institucional.
Mientras tanto, el director del SNS y el de Migración se pasean por las maternidades La Altagracia y Los Mina como si estuvieran inspeccionando aduanas. No fueron a preguntar por la escasez de medicamentos, ni por la carga laboral del personal de salud, ni por la calidad de la atención neonatal. Fueron a garantizar que las parturientas fueran verificadas.
Ese mismo día, la periodista Nicole Collado del Listín Diario documentó en video cómo mujeres haitianas indocumentadas eran detenidas en la Maternidad de Los Mina a las 7:25 de la mañana y subidas a un autobús. Las imágenes, claras y verificadas, fueron luego calificadas como “viejas” por el director de Migración, en un intento evidente de desmentir lo que ocurría en tiempo real. Esta contradicción pública entre la evidencia periodística y la versión oficial no solo genera desconfianza: revela hasta qué punto la política migratoria se está gestionando con opacidad y manipulación.
El mismo día que el mundo despide al Papa Francisco —una figura que consagró su pontificado a la defensa de los migrantes, de los pobres, de los descartados—, el gobierno dominicano pone en marcha un protocolo que, en esencia, convierte la atención médica en una frontera. En una de sus últimas intervenciones públicas, el Papa calificó como un “pecado grave” los intentos de repeler a los migrantes en lugar de acogerlos, denunciando que muchos son tratados como “desechos” por sociedades que han perdido la compasión. No se trata de una postura teológica, sino de una advertencia ética universal.
El gestor cultural Luis Graham lo advierte con lucidez: “el sistema dominante ha logrado moldear subjetividades que validan la violencia estatal y deshumanizan a las personas”. Hemos llegado al punto, dice, en que nos han llevado a pensar en lo humano como secundario y desechable. Ya no se ven personas, sino cifras, cuerpos sin valor.
Lo que revela todo esto es que no nos dimos cuenta cuando la crueldad se convirtió en sentimiento hegemónico. Es una frase que duele, pero que explica. Porque cuando la violencia se justifica y la exclusión se normaliza, lo que se rompe no es solo la ley: es el tejido moral de una sociedad.
No estamos frente a una simple medida técnica. Estamos ante una decisión política que define qué tipo de país somos. O más aún: qué tipo de humanidad estamos dispuestos a abandonar para sostener una falsa sensación de control.
Los hospitales deben ser el último lugar donde se suspenda la condición humana. Hoy, más que nunca, toca recordar que sin derechos no hay salud, y sin salud no hay democracia.
Y que cuando un hospital se convierte en frontera, lo que está en peligro no es solo la vida del otro. Es la nuestra también.