Fue una masacre civil provocada, no por un terremoto, sino por la negligencia.
Cuando la madrugada del 8 de abril cayó sobre Santo Domingo, no solo colapsó el techo de una discoteca: se desplomó una vez más la fachada del país que pretendemos ser. Bajo los escombros de Jet Set quedaron 226 vidas segadas, más de 200 personas heridas y al menos 426 familias directamente afectadas por el dolor irreparable de la pérdida o la mutilación. La muerte no discriminó: alcanzó a empleados, artistas, jóvenes de barrio, empresarios, funcionarios, ex-beisbolistas, una gobernadora. Fue una masacre civil provocada, no por un terremoto, sino por la negligencia.
Porque las tragedias, ni las mal llamadas naturales, lo son. Son sociales. Son políticas. Son morales.
El país está de luto. Y con razón. Pero no basta con llorar. No basta con decretar días de duelo nacional mientras el cemento sigue quebrándose bajo el peso de la impunidad. Esta tragedia no es un accidente: es una manifestación brutal de una República que ha normalizado la precariedad como forma de vida y de muerte. Es el resultado de una cultura empresarial chapucera, donde lo importante es abrir el local, cobrar la entrada, vender el trago, pagarle al artista… aunque el techo esté por caerse.
En este modelo —inmoral y rentable— todo es desechable: las normas, la planificación, el mantenimiento, los empleados, la vida.
Y el Estado lo permite. Lo tolera. Lo encubre. O simplemente no está.
¿Qué supervisión hubo sobre ese local? ¿Qué inspección estructural? ¿Quién firmó los permisos de operación? ¿Quién se hizo el ciego ante las advertencias? ¿Y quién va a pagar ahora con cárcel, no con comunicados?
Vivimos en un país donde el desorden ha sido elevado a virtud y el respeto a la ley se considera una desventaja. Como bien señaló José Martí, el verdadero orden no nace de la fuerza, sino del respeto a la ley; en cambio, el desorden prospera en la astucia de los poderosos. Y esa astucia, en nuestro contexto, ha sido letal.
Jet Set no fue la primera advertencia.
Ahí está Polyplas, en Villas Agrícolas, donde una explosión por fuga de gas mató a ocho y destruyó hogares enteros.
Está San Cristóbal, con 42 muertos calcinados por químicos mal almacenados.
Está La Vega, con un edificio que se vino abajo por quitar columnas sin cálculo estructural.
Están las inundaciones cíclicas, donde mueren niños arrastrados por un agua que nadie contiene porque nadie quiere gastar en drenaje.
El problema es estructural. Es económico. Es político. Es cultural. Es ético.
Vivimos en dos repúblicas:
Una, blindada y cómoda, para los que dominan el capital, las licencias, las relaciones, el poder.
Otra, endeble y servil, para los que trabajan en estructuras que se derrumban, para los que bailan bajo techos agrietados, para los que mueren mientras otros tuitean condolencias.
En la primera, hay privilegios, impunidad y poder.
En la segunda, hay entierros, miedo y rabia.
¿De qué nos sirve una democracia donde el pueblo solo importa cuando hay que contarlo para las elecciones o enterrarlo después de una tragedia?
Y es que cerrar los ojos ante la negligencia, la corrupción o el crimen, es volverse cómplice del verdugo, como advirtió Eduardo Galeano. La indiferencia institucional y social ante el sufrimiento ajeno es, en sí misma, una forma de violencia.
Ha llegado el momento de poner fin a esta historia repetida. Que esta tragedia sea el punto y final de esa lógica infame que nos tiene anclados en el subdesarrollo. Necesitamos una justicia sin excepciones, una reforma estructural de los organismos de supervisión, una cultura empresarial que entienda que sin responsabilidad social no hay legitimidad ni futuro.
Y sobre todo, necesitamos un nuevo pacto ético. Donde la vida pese más que la ganancia. Donde cumplir la ley no sea de tontos, sino de patriotas. Donde los negocios no se hagan a costa de los cuerpos.
Este país ya ha enterrado demasiados inocentes. Que no tengamos que seguir cavando.